Dos libros que hay que leer (de Juan Luis Arsuaga y Juan José Millas)

 https://www.elespanol.com/el-cultural/ciencia/20200923/millas-arsuaga-dialogo-socratico-hominidos-curiosos/522949619_0.html

https://www.elespanol.com/el-cultural/letras/20220224/regreso-sapiens-arsuaga-neandertal-millas-muerte-no/652435076_0.html?utm_source=piano&utm_medium=email&utm_campaign=16505&pnespid=vaR4CD4cM71ChPCYoTOsCpCM5AqiC5koLfLlwvZ0pRJmpiGj3AHbB1MHpS_ayqU_SuBZdr8xCA

En contra de los libros de texto digitales

 https://www.lavanguardia.com/participacion/cartas/20220223/8074476/libros-texto-digitales.html


https://www.lavanguardia.com/participacion/cartas/20220226/8085253/absurdo-pantallas.html

La espera


Se debatía entre la vida y la muerte, y aunque deseábamos la vida por encima de todas las cosas, todos, incluso ella, sospechábamos la muerte...

La primera espera fue tensa, a las puertas del quirófano. El corazón, sobrecogido; las conversaciones, íntimas, pausadas, como para no molestar, como para que no pudieran desentonar, si se diera el caso, con el más triste de los desenlaces.

La puerta se abrió de repente. Casi no transcurrió tiempo entre el anuncio del médico y la aparición de su rostro, sorprendido, extrañado, incapaz de dar crédito a lo sucedido. La tensión se deshizo espontáneamente en aplausos, en júbilo, en felicitaciones... Sin embargo, algo en nuestro interior nos obligaba a una alegría contenida. Veíamos la esperanza, pero, por momentos, se nos escapaba, como agua entre los dedos de las manos.

No duró mucho la ilusión. Pronto nos dimos cuenta del limitado alcance de esa esperanza primera. Ella nos tranquilizó. Nos dijo que había viajado a otro sitio, donde reinaba la paz y la armonía, y qué no sabía cómo ni por qué había regresado de aquel lugar en el que se encontraba tan a gusto...

Se produjo entonces la segunda espera. Ya sin esperanza, o con una esperanza completamente distinta: su tranquilidad, su descanso, su felicidad, su nueva vida... Y es así como se marchó: tranquila, casi a hurtadillas, sin querer delatarse, tan discreta como siempre lo había sido. Fue una espera mucho más triste, porque temíamos la muerte, aunque todos, incluso ella, sospechábamos la vida...

Anticipando el futuro


De aquí a cinco años, quiero vivir con más intensidad, saborear cada minuto; exprimir la vida, extrayéndole todo su zumo.
Quiero amar a mi mujer, como si no nos quedara más que un segundo.
Quero escribir dos libros: uno de poemas, en que me muestre a mí mismo; y otro en prosa, sobre Santiago, sobre el Camino.
Quiero trabajar vehementemente y sentirme apreciado por mis alumnos, entregarme a ellos sin reservas, ayudarlos a forjar su destino.
Quero hacer un viaje de ensueño, conducir una Harley, derrochar tiempo con familia y amigos...
Quiero, quiero, quiero...
¡Quiero sentirme vivo!

La vida como teatro


Tu vida es un drama. No te gusta hacer el Camino de Santiago en verano porque te agobia el calor y, sin embargo, nunca lo has hecho en otra estación.
Tampoco te gusta que te manden, que te digan lo que tienes que hacer, pero te cuesta tanto tomar decisiones que casi has dejado de tener iniciativa propia.
Disfrutas estando con otra gente, compartiendo fragmentos de vida con ellos, aunque, debido a tu timidez, permaneces casi mudo durante todo el tiempo.
Y te resulta fácil hallar errores o equivocaciones en los demás, si bien admites sin tapujos que tú eres el ser más imperfecto que has conocido jamás.
Sí, visto así, no sé si mueves más a la risa o al llanto...
Das clases, te has formado durante años para hacerlo, pero cada día regresas del instituto pensando que no lo haces suficientemente bien y con mil preguntas que no sabes cómo contestar...
Ahora bien, a veces, a ratitos, te sientes dueño de tu propio destino y, entonces, crees convencido que la vida, en el fondo, te ha sonreído. Y ríes, o lloras, pero de pura felicidad, por ser quien eres, o por querer con toda el alma, o por sentirte con toda el alma querido.

Carta de amor a mí mismo


Te conocí rebelde, ingenuo, soñador y... sensible, muy sensible.
La adolescencia te cambió en parte. Perdiste, quizá, algo de esa rebeldía contra los demás y la volviste contra ti mismo. te hiciste inconformista. Y la capacidad de ensoñación se convirtió en introversión y timidez extremas.
Llegó la madurez y aprendiste a aceptarte. Sigues siendo ingenuo y sensible, y eso me gusta de ti. Tu inconformismo se ha transformado en autoexigencia y en un exacerbado sentido de la responsabilidad. Te has forjado a pulso una fuerza de voluntad que a veces admiras hasta tú mismo. Y sigues soñando despierto, imaginando otros mundos más amables.
Aún recuerdas los versos de Bécquer, su leyenda de «El rayo de luna», y tus alumnos lo notan, saben que amas la literatura y que eres bueno en el buen sentido de la palabra. Y, aunque tu exceso de perfeccionismo te impide muchas veces echar a andar, no dejas de dar imperceptibles pasos. Por eso, supongo, has llegado diez veces a Santiago y recorrido más de cinco mil kilómetros a pie.
Amas con el corazón entero, aunque nunca te parezca suficiente. Y, consciente de esa carencia, te prometes intentar hacerlo cada día un poco mejor, expresarlo más a menudo y derribar las murallas que tú mismo levantas sin darte cuenta o sin desearlo realmente.
Te quiero, pese a todas tus imperfecciones.

Recuerdo de infancia


Recuerdo aquella tarde de un sábado cualquiera de invierno en que unos cuantos amigos nos aburríamos en una despoblada urbanización cercana a la ciudad de Ávila.

Habíamos agotado ya los insustanciales temas propios de nuestra joven edad (la crítica de los amigos ausentes o de los aburridos y monótonos profesores, o los jocosos comentarios sobre las niñas que nos gustaban...). El frío penetraba poco a poco en nuestros huesos, especialmente en los de los dedos de los pies y de las manos. Seguramente, estaríamos ya a punto de emprender la «huida» hacia nuestros confortables y caldeados hogares cuando, convirtiéndome inesperadamente en protagonista, sugerí ir a mi casa a coger algo de comida y de bebida caliente y llevárnoslo después a un recodo del camino que conducía al monte y al lago para encender allí una hoguera.

Alguien se ofreció para buscar leña y en poco tiempo nos vimos encendiendo un pequeño fuego y sirviéndonos el Nescafé o el ColaCao calientes que habíamos transportado en un inmenso termo de color azul eléctrico.

Surgió entonces la alegría, la alegría de compartir una experiencia nueva, la alegría de vivir en la despreocupación por el futuro o por los deberes y los exámenes. Después, a alguno se le ocurrió contar historias de miedo y empezamos a hacerlo, pero eso fue lo de menos... Lo importante, lo que recuerdo hoy y lo que en muchas otras ocasiones anteriores he recordado es lo que sentí aquella tarde: el placer del aire libre y del olor a campo, y de la luz de invierno y de las llamas reconfortantes, y, sobre todo, el placer de la amistad sincera, de la compañía voluntariamente elegida, de querer y sentirse querido; y la felicidad de una infancia que no siempre fue tan feliz como en aquellos momentos.

Un cuento breve


(Ejercicio narrativo)


Entonces comenzó a odiar su libertad... Aquel hombre se había caracterizado siempre por una sensibilidad extrema y por un hondo sentimiento de melancolía asociado a ella, y, paradójicamente, por haber perseguido durante muchísimo tiempo sentirse libre, tan libre como una pluma vagabundeando en el viento.

No era momento aquel de desenterrar viejas penas del pasado. Quizá, tampoco había llegado aún la hora de construir una vida nueva... Washington Irving se había sentido traicionado en más de una ocasión y el miedo a sufrir un nuevo desengaño paralizaba todas sus acciones.

Se levantó lentamente de su reluciente mesa de nogal. Se dirigió a la cocina, picó algo de queso que guardaba en el frigorífico y buscó la botella de vino que se escondía a sí mismo para evitar tentaciones. Se dio cuenta de que en ese preciso instante ansiaba con todas sus fuerzas oír la voz de María Bertrán Alcázar y no dudó en coger inmediatamente el teléfono.

—Hola, María... Quería preguntarte algo... ¿Por casualidad, durante esta mañana, has pensado en mí? —le preguntó en un tono que casi no admitía respuesta.
—Hola, Washington... ¿Cómo es que has podido soltar tu pluma para marcar mi número de teléfono? —le respondió María de un modo igualmente acusador.
—¿En algún momento de este día has tenido un solo pensamiento en relación conmigo? —insistió Irving.
—¿Estaba obligada a hacerlo? ¿No te das cuenta de que no todo el universo gira siempre en torno a ti? ¿Crees que mereces que te siga escuchando? —preguntó a su vez María alzando la voz y colgando acto seguido la llamada.

Washington soltó el teléfono de forma apresurada, como si hubiera sido decisión suya finalizar la conversación. Tomó la cartera y las llaves que reposaban en el elegante mueble de la entrada y salió atropelladamente de casa. Le parecía estar despertando de un antiguo sueño, llegando al final de un empalagoso cuento de hadas... Una vez más, la realidad barría sus ilusiones como cuando el viento arranca violentamente las hojas secas. Lloró, deleitándose en cada lágrima.

Al regresar, Irving asió la estilográfica y la puso sobre un papel sin estrenar. La pluma no se movió. La hoja en blanco abría un ilimitado abanico de posibilidades, vertiginoso, aterrador... Washington Irving odió aquel exceso de libertad.


La soledad del profesor de fondo


(Título inspirado en una novela de Alan Sillitoe)


Ser profesor no es fácil. No quiero decir con ello que el resto de las profesiones sí lo sean. No; lo único que pretendo es dejar constancia de que la profesión de docente no es una tarea sencilla.

Cuando un profesor cierra la puerta del aula, se siente «solo». Solo, aunque haya treinta alumnos en su interior. Porque, justo al cerrar, los alumnos se unen formando un bando al que el profesor se enfrenta en solitario. Y aunque mantenga una buena relación con ellos, siempre llega el día en el que le hacen ver que él está en el bando contrario.

Ahora bien, hay ocasiones en las que la frontera entre un bando y otro desaparece; ocasiones en las que el frente de guerra se diluye inesperadamente, como por arte de magia. A mí me ha pasado eso en dos ocasiones durante este curso; dos ocasiones que me permiten decir que ha sido un curso capicúa:

La primera de ellas fue allá por los meses de septiembre u octubre. Cuando, estando de guardia, entré en una clase de segundo de bachillerato para quedarme con el grupo hasta que su profesor llegara. Habían sido alumnos míos el curso anterior y, al verme entrar, sin darme tiempo a decir yo nada, prorrumpieron en aplausos... No supe qué decir, pero en ese momento sentí que dedicarse a la enseñanza merecía la pena.

La segunda fue hace tan solo unos días. Era mi última clase con los alumnos de un grupo de primero de bachillerato. Sabía que el curso siguiente no estaría en el centro y se lo dije. Les deseé suerte. Suerte en el final de curso, suerte en el curso siguiente y en las PAU, y suerte en la vida... También de pronto y de manera espontánea comenzaron a aplaudir. Sonó el timbre entonces y se levantaron para ir al patio, pero algunos se acercaron hasta mí, me estrecharon la mano y me dieron las gracias por mis clases... Volví a quedarme sin palabras. Aunque, por dentro, mi cerebro o mi corazón no paraban de hablar. También yo les daba las gracias a ellos. Gracias por su agradecimiento y por dejarme saber que, pese a las muchas inseguridades y dudas que acostumbro a sufrir en solitario, no debo de hacerlo todo mal...

Al unir ambas experiencias, me viene a la cabeza algo que en el fondo los profesores sabemos perfectamente. Algo que es lo que hizo que nos decidiéramos por esta profesión. Algo que a veces los alumnos parecen querer hacernos olvidar, pero que, cuando se descuidan y bajan la guardia, aflora nueva e irremediablemente a la superficie para recordarnos por qué seguimos dedicándonos a la enseñanza. Y ese algo es que, obviamente, profesores y alumnos estamos en realidad en un mismo bando, en el único existente: el de conseguir que puedan llegar a ser lo que ellos deseen, y, de esta manera, construir juntos un mundo mejor.

¿Por qué este blog?

En cierta ocasión, alguien le preguntó a George Mallory por qué quería escalar el monte Everest; su respuesta fue tan sencilla como la que puedo dar yo a la pregunta que encabeza este artículo: «Porque está ahí».