Se debatía entre la vida y la
muerte, y aunque deseábamos la vida por encima de todas las cosas, todos,
incluso ella, sospechábamos la muerte...
La primera espera fue tensa, a
las puertas del quirófano. El corazón, sobrecogido; las conversaciones,
íntimas, pausadas, como para no molestar, como para que no pudieran desentonar,
si se diera el caso, con el más triste de los desenlaces.
La puerta se abrió de repente.
Casi no transcurrió tiempo entre el anuncio del médico y la aparición de su
rostro, sorprendido, extrañado, incapaz de dar crédito a lo sucedido. La
tensión se deshizo espontáneamente en aplausos, en júbilo, en felicitaciones...
Sin embargo, algo en nuestro interior nos obligaba a una alegría contenida.
Veíamos la esperanza, pero, por momentos, se nos escapaba, como agua entre los
dedos de las manos.
No duró mucho la ilusión. Pronto
nos dimos cuenta del limitado alcance de esa esperanza primera. Ella nos
tranquilizó. Nos dijo que había viajado a otro sitio, donde reinaba la paz y la
armonía, y qué no sabía cómo ni por qué había regresado de aquel lugar en el
que se encontraba tan a gusto...
Se produjo entonces la segunda
espera. Ya sin esperanza, o con una esperanza completamente distinta: su
tranquilidad, su descanso, su felicidad, su nueva vida... Y es así como se
marchó: tranquila, casi a hurtadillas, sin querer delatarse, tan discreta como
siempre lo había sido. Fue una espera mucho más triste, porque temíamos la
muerte, aunque todos, incluso ella, sospechábamos la vida...