(Ejercicio narrativo)
Entonces comenzó a odiar su
libertad... Aquel hombre se había caracterizado siempre por una sensibilidad
extrema y por un hondo sentimiento de melancolía asociado a ella, y,
paradójicamente, por haber perseguido durante muchísimo tiempo sentirse libre,
tan libre como una pluma vagabundeando en el viento.
No era momento aquel de
desenterrar viejas penas del pasado. Quizá, tampoco había llegado aún la hora
de construir una vida nueva... Washington Irving se había sentido traicionado
en más de una ocasión y el miedo a sufrir un nuevo desengaño paralizaba todas
sus acciones.
Se levantó lentamente de su
reluciente mesa de nogal. Se dirigió a la cocina, picó algo de queso que
guardaba en el frigorífico y buscó la botella de vino que se escondía a sí
mismo para evitar tentaciones. Se dio cuenta de que en ese preciso instante
ansiaba con todas sus fuerzas oír la voz de María Bertrán Alcázar y no dudó en
coger inmediatamente el teléfono.
—Hola, María... Quería
preguntarte algo... ¿Por casualidad, durante esta mañana, has pensado en mí?
—le preguntó en un tono que casi no admitía respuesta.
—Hola, Washington... ¿Cómo es que
has podido soltar tu pluma para marcar mi número de teléfono? —le respondió
María de un modo igualmente acusador.
—¿En algún momento de este día has
tenido un solo pensamiento en relación conmigo? —insistió Irving.
—¿Estaba obligada a hacerlo? ¿No
te das cuenta de que no todo el universo gira siempre en torno a ti? ¿Crees que
mereces que te siga escuchando? —preguntó a su vez María alzando la
voz y colgando acto seguido la llamada.
Washington soltó el teléfono de
forma apresurada, como si hubiera sido decisión suya finalizar la conversación.
Tomó la cartera y las llaves que reposaban en el elegante mueble de la entrada
y salió atropelladamente de casa. Le parecía estar despertando de un antiguo
sueño, llegando al final de un empalagoso cuento de hadas... Una vez más, la
realidad barría sus ilusiones como cuando el viento arranca violentamente las
hojas secas. Lloró, deleitándose en cada lágrima.
Al regresar, Irving asió la
estilográfica y la puso sobre un papel sin estrenar. La pluma no se movió. La
hoja en blanco abría un ilimitado abanico de posibilidades, vertiginoso,
aterrador... Washington Irving odió aquel exceso de libertad.
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