Recuerdo aquella tarde de un sábado
cualquiera de invierno en que unos cuantos amigos nos aburríamos en una
despoblada urbanización cercana a la ciudad de Ávila.
Habíamos agotado ya los
insustanciales temas propios de nuestra joven edad (la crítica de los amigos
ausentes o de los aburridos y monótonos profesores, o los jocosos comentarios
sobre las niñas que nos gustaban...). El frío penetraba poco a poco en nuestros
huesos, especialmente en los de los dedos de los pies y de las manos. Seguramente,
estaríamos ya a punto de emprender la «huida» hacia nuestros confortables y
caldeados hogares cuando, convirtiéndome inesperadamente en protagonista, sugerí
ir a mi casa a coger algo de comida y de bebida caliente y llevárnoslo después
a un recodo del camino que conducía al monte y al lago para encender allí una
hoguera.
Alguien se ofreció para buscar
leña y en poco tiempo nos vimos encendiendo un pequeño fuego y sirviéndonos el
Nescafé o el ColaCao calientes que habíamos transportado en un inmenso termo de
color azul eléctrico.
Surgió entonces la alegría, la
alegría de compartir una experiencia nueva, la alegría de vivir en la
despreocupación por el futuro o por los deberes y los exámenes. Después, a alguno
se le ocurrió contar historias de miedo y empezamos a hacerlo, pero eso fue lo de
menos... Lo importante, lo que recuerdo hoy y lo que en muchas otras ocasiones
anteriores he recordado es lo que sentí aquella tarde: el placer del aire libre
y del olor a campo, y de la luz de invierno y de las llamas reconfortantes, y,
sobre todo, el placer de la amistad sincera, de la compañía voluntariamente
elegida, de querer y sentirse querido; y la felicidad de una infancia que no
siempre fue tan feliz como en aquellos momentos.
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